El costo invisible de la desintegración familiar
Autor: Brisa Morales Hernández – Instagram: @brisamh_ – Editorial: youngfortransparency@gmail.com
La noción de “feminización de la pobreza» surge a partir de finales de los años 70, a raíz de una tendencia creciente: los hogares encabezados por mujeres presentaban mayores niveles de pobreza o vulnerabilidad en comparación con los encabezados por hombres. En los discursos contemporáneos, este fenómeno se enmarca en explicaciones que aluden a desigualdades estructurales de género, estructuras patriarcales y desigualdades históricas.
Sin embargo, sin rechazar la existencia de desigualdades, resulta más provocador hablar del elefante en la sala, pues una de las causas fundamentales de este fenómeno—según la teoría alrededor del concepto— es la descomposición de la familia integrada y el aumento de hogares encabezados únicamente por mujeres.
En Latinoamérica y el Caribe, para 2015 las mujeres encabezaban alrededor de un tercio de los hogares; en Centroamérica, estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación –FAO-, indican que los hogares encabezados por mujeres oscilan entre el 29 % y 48 %, y específicamente en Guatemala para el 2020, el 17.8 % de la población vivía en ese tipo de hogares, de los cuales el 42.6 % estaban en situación de pobreza. Estas cifras nos muestran la realidad de hogares donde las mujeres asumen solas la responsabilidad económica y de cuidado, en contextos de alta informalidad laboral y bajos ingresos. La ecuación es sencilla: un solo ingreso, a menudo inestable, debe sostener a varios dependientes, sin apoyo en las tareas de cuidado, ni redes familiares sólidas.
En esta línea de ideas, la pobreza femenina refleja una sobrecarga de responsabilidades. Las madres solteras enfrentan jornadas laborales dobles: trabajan fuera del hogar y cargan con el cuidado y la educación de los hijos. Como es de esperar, esta situación limita sus posibilidades de capacitación, ascenso y participación en la economía formal.
La organización en familia ha sido históricamente el mayor amortiguador contra la pobreza. Ahora esa red de contención se ve erosionada ante una cultura atomizada, el concepto desvalorizado de la familia y la falta de compromiso paterno institucionalizado —no intencionalmente— por el cúmulo de políticas subsidiarias de la maternidad en solitario y por la falta de redes que aseguren la responsabilidad de ambos padres en la crianza de los hijos. En consecuencia, el empobrecimiento femenino no puede entenderse sin considerar la pérdida de la estabilidad que ofrecía la figura de familia integrada.
El punto aquí no es idealizar la familia tradicional, sino reconocer una verdad incómoda: la ausencia de estructuras familiares sólidas multiplica la vulnerabilidad económica de las mujeres. Los programas sociales y las políticas de igualdad pueden aliviar temporalmente esta situación, pero difícilmente reemplazan el capital humano, emocional y económico que genera un hogar donde ambos padres asumen y comparten responsabilidades.
Promover esa corresponsabilidad parental y fortalecer la familia no son solo asuntos morales, son estrategias de desarrollo sostenible. Las sociedades más prósperas son aquellas donde los hijos crecen con apoyo, donde el trabajo doméstico se distribuye equitativamente y donde las mujeres no llevan solas la presión de proveer sustento y sostén. Esto exige políticas que incentiven la paternidad responsable, el empleo flexible y el acompañamiento familiar, no discursos que fragmenten la vida comunitaria o promuevan antagonismos entre géneros.
La feminización de la pobreza vista desde esta perspectiva, no es una consecuencia inevitable de estructuras injustas, sino el síntoma de que nuestro modo de concebir la vida en comunidad necesita ser reevaluado. A fin de cuentas, cuando la familia se debilita, también se deterioran las condiciones materiales y afectivas que permiten a las mujeres prosperar. Recuperar el valor de la familia como espacio de apoyo, estabilidad y transmisión de valores es una condición indispensable para revertir este fenómeno y construir una sociedad más equitativa, donde la pobreza no tenga rostro de mujer.
Sobre el Autor: Politóloga, investigadora y analista política. Ha trabajado en proyectos de participación democrática, educación, comercio internacional y equidad de género en Centroamérica. Sus intereses están orientados a conciliar políticas públicas efectivas con un modelo político compatible de libertad y florecimiento humano.
