Lo que sobrevive al naufragio en «Todo vale»
Por: Marolen Martínez
Recién terminé de ver la serie de Disney, «Todo vale». Debo confesar que mi motivación principal para darle una oportunidad fueron ellas: la participación de tres grandes actrices, ganadoras del Oscar, a quienes he seguido de cerca a través de sus carreras. Ver sus nombres en los créditos fue el sello de garantía que necesitaba para ignorar las críticas que la etiquetaban de fracaso. Al concluir los nueve capítulos, me quedé pensando en la brecha que existe entre la valoración técnica de la industria y el impacto emocional que una historia puede lograr. Más allá de los ránkings, prefiero quedarme con el mensaje que nos deja latente; si nos permitimos verla con ojos de introspección, descubrimos que los escenarios de sus protagonistas son, en realidad, el común denominador de la mujer de la vida real.
La trama nos confronta con una verdad incómoda que rara vez queremos admitir: la infidelidad más dolorosa no siempre es la de la pareja, sino la que ocurre entre amigas. Los celos y las traiciones entre mujeres son grietas que exponen inseguridades mal gestionadas. Es impactante observar cómo el daño emocional de una mujer puede sembrar la semilla de una maldad fría, diseñada para destruir aquello que envidia, no por lo que el objeto vale, sino por el dolor profundo que ella misma arrastra y no sabe sanar.
La verdadera victoria femenina no es poseer lo que otra tiene, sino reconocer que nuestras sombras son las mismas y que solo juntas podemos iluminarlas.
A veces, en la vorágine de nuestras propias batallas, dañamos a otras mujeres sin querer. Lanzamos juicios o proyecciones sin detenernos a pensar en las cargas que la otra ya viene arrastrando. Ignoramos que, sin importar el poder, el dinero o el estatus, todas somos vulnerables a las mismas heridas: la violencia sexual, la batalla silenciosa contra la infertilidad, las infidelidades masculinas que socavan la autoestima o la presión por sostener una imagen de perfección que a veces es solo una máscara.
Incluso vemos cómo el trauma de la niñez puede pervertir el deseo, convirtiendo la intimidad en una herramienta de destrucción hacia otra mujer como una forma de «cobrarle» a la vida lo sufrido. Pero aquí reside la mayor reflexión: aunque no somos responsables de las sombras que se formaron en nuestra infancia, sí somos absolutamente responsables de lo que decidimos hacer con esos sentimientos al llegar a la adultez. Al final, cada una elige: ¿nos llenamos de odio y rencor, o nos transformamos a través del amor y la compasión?
Hay una belleza profunda en el contraste que ofrece la serie a través de la sabiduría de un matrimonio de cuarenta años, porque el amor verdadero aún existe y se puede vivir desde la plenitud integral, siendo mujeres exitosas profesionalmente y también en el hogar. Esa experiencia de serenidad es un faro necesario; es la prueba de que se puede creer en la construcción mutua cuando se trabaja desde la generosidad y no desde la competencia; siendo así seres de luz para nuestro entorno.
Todo este desgaste emocional entre nosotras podría evitarse si realmente nos decidiéramos a ser seres de amor. Necesitamos una revolución de amor que nos permita trabajar juntas, sin envidias ni egoísmos. Cuando una mujer sana, ayuda a sanar a su entorno. La verdadera victoria no es poseer lo que la otra tiene, sino reconocer que nuestras heridas son similares. Hacer esta revolución es entender que nuestra mayor fuerza está en la capacidad de sostenernos, transformando la envidia en admiración y el dolor en una sinergia femenina inquebrantable. Porque al final del día, después de las críticas externas, lo único que realmente «vale» es la calidad del amor que somos capaces de darnos entre nosotras.
Necesitamos una revolución de amor: dejar de ser espejos que reflejan envidias para convertirnos en faros que guían nuestra propia libertad.

